Hubo un tiempo en que los escritores eran otra cosa. Heródo
viajó miles de kilómetros y conoció múltiples culturas antes de componer sus
Historias. Miguel de Cervantes vio mundo como soldado, y sólo concibió el
Quijote cuando lo metieron preso y no tuvo más remedio que quedarse quieto.
Joseph Conrad se involucró en tráfico de armas y conspiraciones políticas antes
de sentarse a escribir Lord Jim. Quiero decir: hubo un tiempo en que los
escritores asumían que precisamente porque la vida era interesante, intensa e
impredecible, valía la pena escribir sobre ella. Así fuese solo para
reinventarla con la imaginación.
Con el correr de los siglos los libros se volvieron objetos
de prestigio. Entonces aparecieron hombres que codiciaban la fama de los
escritores, pero no estaban dispuestos a cumplir con la condición de la
aventura previa. Por desgracia, la difusión de esta idea, de lo que supone ser
un escritor terminó derramándose sobre los lectores. Desde entonces existe el
prejuicio de que aquel a quien le gusta leer se parece a ese tipo de gente, una
criatura temerosa que prefiere encerrarse en su biblioteca a vivir. Y esto no
es cierto. (No necesariamente quiero decir). Porque todavía existen infinidad
de personas que no oponen la lectura a la vida, y por ende leen con las mismas
ganas de descubrirlo todo y de probarlo todo que impulsaron a Heródoto, a
Cervantes, a Conrad, por nombrar solo a algunos.
Así comienza un prólogo escrito por Marcelo Figueras. Sí, yo formo parte de ese 1 % de la población que se lee los prólogos,
índices, introducciones y manuales de uso.
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