13 de agosto de 2013

Anti-etiquetas.

Hubo un tiempo en que los escritores eran otra cosa. Heródo viajó miles de kilómetros y conoció múltiples culturas antes de componer sus Historias. Miguel de Cervantes vio mundo como soldado, y sólo concibió el Quijote cuando lo metieron preso y no tuvo más remedio que quedarse quieto. Joseph Conrad se involucró en tráfico de armas y conspiraciones políticas antes de sentarse a escribir Lord Jim. Quiero decir: hubo un tiempo en que los escritores asumían que precisamente porque la vida era interesante, intensa e impredecible, valía la pena escribir sobre ella. Así fuese solo para reinventarla con la imaginación.
Con el correr de los siglos los libros se volvieron objetos de prestigio. Entonces aparecieron hombres que codiciaban la fama de los escritores, pero no estaban dispuestos a cumplir con la condición de la aventura previa. Por desgracia, la difusión de esta idea, de lo que supone ser un escritor terminó derramándose sobre los lectores. Desde entonces existe el prejuicio de que aquel a quien le gusta leer se parece a ese tipo de gente, una criatura temerosa que prefiere encerrarse en su biblioteca a vivir. Y esto no es cierto. (No necesariamente quiero decir). Porque todavía existen infinidad de personas que no oponen la lectura a la vida, y por ende leen con las mismas ganas de descubrirlo todo y de probarlo todo que impulsaron a Heródoto, a Cervantes, a Conrad, por nombrar solo a algunos.

Así comienza un prólogo escrito por Marcelo Figueras. Sí, yo formo parte de ese 1 % de la población que se lee los prólogos, índices, introducciones y manuales de uso.

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