24 de agosto de 2011

Memo (Mayo 2008 - Agosto 2011)

Desacostumbrarse es lo más difícil que existe en éste mundo.
Hace tres años y tres meses, traje a un pequeño animalito a ésta casa. Un conejo, pequeñito, peludo y blanco como las nubes. Memo, lo llamé.
Apenas lo vi, me enamore de sus grandes ojos rojos llenos de curiosidad; sin embargo en mi casa no lo querían, ni un poquito. No podíamos abandonarlo, estaba muy pequeño, y mi papá acepto a conservarlo hasta que encontrásemos alguna persona a quien dárselo. Memo dormía en una cesta de ropa, con una de mis viejas camisas como sábana. Olfateaba todo lo que tuviese en frente, y era la cosa más dulce cuando estornudaba al llenar su naricita de polvo. Al pasar los días Memo creció y ya no encontraba lugar para descansar en la pequeña cesta de ropa. Tuvimos que comprarle una jaula, y allí comenzó todo.
Mi mamá empezó a comprarle variedad de vegetales, alfalfa sobre todo, le encantaba. Incluso descubrimos que existía la conejarina. Compramos envases para el agua y para la comida que hicieran juego, almohaditas y juguetes. Mi papá le ponía música y le cantaba. Allí supe que Memo se quedaría con nosotros.

Tuvimos que mantenerlo en el patio, estaba gigante y mordía todo. Afuera tenía más espacio para vivir. Hizo un agujero en una jardinera debajo de un helecho, era su sitio preferido para dormir en las tardes. Desde pequeño tuvo la costumbre de lamerme, sí lamerme. Y me hacía muy feliz cuando venía a mi para acariciarlo, era el consentido de la casa. Pase muchas tardes leyéndole, y hablándole… por supuesto él mordió todos mis libros, y ahora los atesoro porque tienen su pequeña marquita en alguna esquina. En su primera navidad le regalamos una camisa de los leones del caracas; se veía adorable, naturalmente la destrozó casi inmediatamente. Con el tiempo se puso tremendísimo. Cuando salía en las mañanas a llevarle el desayuno, daba vueltas a mi alrededor como loco y jalaba del ruedo de mis pantalones para que lo consintiera. De noche lo guardábamos en su jaula, y lo acurrucábamos para dormir. Día tras día… a las 6:00am lo sacábamos de la jaula, corría por todos lados sediento de espacio para estirarse, le llevaba el desayuno y luego de comer se escondía debajo de su helecho. Lo acompañaba mientras almorzaba sus hojas de lechuga, le cantaba canciones aleatorias para que se quedara quieto un rato. Cuando escuchaba sonidos en la cocina, paraba las orejas y asomaba su trompa por la puerta; el sabía que estábamos allí, los animales son muy inteligentes. A las 7:30pm lo guardábamos en la jaula. Si alguna vez nos demorábamos unos minutos el hacia sonidos con el recipiente de la comida, lo arrastraba por todos lados, hasta que saliéramos a guardarlo. Le encantaba hacerme correr por todos lados para atraparlo, en serio... se reía en secreto. Estábamos ciegamente acostumbrados a Memo, a sus horarios, a sus necesidades, a su confianza.
En mayo del 2011, Memo cumplió tres años. Ya era un señor. 
Meses después enfermo. No nos dimos cuenta enseguida, el estaba un poco marchito, apagado. Dejo de correr, dejo de morderme las trenzas. Lo llevamos al veterinario, al parecer no tenía nada… le medicaron un antibiótico con la certeza de que se mejoraría, el doctor dijo que sentía cólicos, muy fuertes, pero que no era grave. Un día llegue de la universidad y Memo había empeorado. Cuando lo vi me ahogue en lágrimas, el pobre se retorcía del dolor. Me senté a su lado y lo acaricié por horas, le hable en voz baja y le dije que tenía que ser fuerte. La verdad es que estaba asustada, jamás lo había visto así. Sus ojitos rojos estaban llenos de lágrimas. Se sentía muy mal y no había nada que pudiésemos hacer. Temí lo peor. Le dimos más antibióticos con la esperanza de que se calmara un poco, pero siguió igual. Me quede hasta tarde en la noche con él, cantándole, calmándolo, hasta que logro dormirse. Me fui a mi cama, aterrada. En la mañana mi mascota se había ido, mi amigo, mi conejo, ya no estaba. Y me sentí horrible, no estuve con el. Lo deje allí solo para morirse, me debí haber quedado para acompañarlo. ¿Cuál habrá sido su último pensamiento? Ahora no está, y no me pude despedir apropiadamente. No pensamos que terminaría así y me siento terrible.

Tuvimos que deshacernos de sus cosas, de sus juguetes. La parte más difícil es desacostumbrarse de su rutina. La tristeza que me da al pensar que no podré jamás acariciar su blanco pelo, y que jamás correrá a mi cuando salga al patio. Las mascotas son una parte muy importante en nuestras vidas, y al morir, Memo se llevo un pedacito de la mía.

Extraño su naricita jurungando mis bolsillos buscando comida, extraño sus blancas orejitas que dejaba caer cuando se sentía cómodo, extraño su lengua lamiéndome y extraño correr detrás de el para atraparlo. Suena tonto llorar por un animalito pero Memo significaba mucho para mí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario